miércoles, 4 de noviembre de 2009

Oro y Gules

     Una mañana, justo después de despertar, ella se sentó a la orilla de la cama para despabilarse. El sol entraba por la ventana, había estado ahí por lo menos durante veinte minutos. Veinte minutos de inicado el día. En silencio, el sol iluminaba con un color ámbar todo lo que tocaba: las paredes, la cabecera de pino, las sábanas, la cómoda, el guardarropa, aquel taburete sobre que un par de cojines lo convertían en un comodo banquillo improvisado. Los cuerpos desnudos.

     Luego de una pausa, ella se reincorporó para encaminarse hacia la ducha.

     -¿A dónde vas?- le llamó él, aún con los ojos cerrados, acostado boca abajo.
     -Quiero bañarme. Al rato me voy. Va a ser un viaje largo y siento que me tengo que bañar.
     -Ven.
     -¿Qué quieres?- dijo con un tono apático, y berrinchudo.
     -Ven, acércate.

     Ella regresó un par de pasos hacia él, quien ya se había incorporado sobre sus rodillas al borde de la cama. La tomo por la cintura envolviéndola lentamente. Primero con las manos, dibujando un caminito de huellas sobre su cintura con las yemas de los dedos mientras éstos caminaban el contorno de sus curvas femeninas. Luego la envolvió con los brazos. Y procedió a estrecharla hacia su cuerpo.

     -¿Qué quieres?- Volvió a preguntar con voz floja, como quien apenas deja salir aire para pronunciar unas palabras, casi por obligación para darle sonido a las ideas. Al cabo de un breve instante, levantó la mirada al techo para cerrar los ojos lentamente, abandonándose a las sensaciones que provocaban los roces en el cuello, debajo de sus orejas, que él ya había comenzado a hacer con sus labios.

     Acariciábale la espalda fina y estrecha a ése cuerpo, el cual la noche anterior, le había dominado en la cama. Disfrutaba con las manos abiertas cada palmo de ése cuerpo delgado y curvilíneo, mientras ella dejaba escapar respiraciones semiagitadas que podrían parecer suspiros enérgicos, gemidos ahogados.

     Bajando su rostro para verle de nuevo, con los ojos aún cerrados, ella le preguntó -¿Porque a nada te puedo decir que no?

     Mientras sus manos recorrían los finos hombros y delgados brazos acaramelados con la piel morena de aquella mujer de tierras occidentales, le respondió con una invitación en voz baja: "Ven, acuéstate". 

     Y pasaron el tiempo bajo el candor del sol de la mañana, como si la incandescencia de sus cuerpos no bastara, disfrutando lo que el uno tenía que entregarle al otro.

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